El profeta.

Estaba sentado el viejo, con su larga barba y su capa al viento. El sol iluminaba sus ojos, que resplandecían de una manera especial, resaltando el brillo de sus azules ojos, que daban a notar una profundidad de conocimiento que emocionaba a sus jóvenes discípulos, los que estaban sedientos del conocimiento que el buen anciano les podía entregar. Demostraba una tranquilidad increíble, su forma de hablar emocionaba alegremente a sus interesados alumnos. El viejo dejó de hablar, y mira súbitamente las montañas, que destacaban en el fondo del campo de reunión. Se escuchó el silencio. El anciano abrió sus brazos, dándoles la espalda. Cerró los ojos y dijo ante la interesada mirada de sus jóvenes feligreses:

-La vida se ha ido alargando, pero poco a poco, y cada vez que miramos la montaña, podemos darnos cuenta de que somos eternos. La montaña es como la muerte, nos limita a ver más allá.

Uno de ellos, el más interesado en aprender y en adquirir aquellos nobles conocimientos del anciano, lo mira con desconfianza. No parece creer en las palabras que dice el viejo, especialmente los temas referentes a las experiencias post-mortem y a la trascendencia del ser. Entonces, decidió tomar una decisión que cambiará el curso de la sabiduría.

-¿Cómo usted nos puede asegurar que después de esa montaña hay algo mas allá?
–Dijo el discípulo, en tono burlesco.

-Simplemente, mi querido aprendiz, debes buscar el por qué el sol se esconde en ese lugar. Y no yendo a la montaña, sino viendo tu luz interior, que aún veo oculta dentro de ti, ya que no te permite mirar la realidad mas allá de sus apariencias. –Explicó el viejo, condescendiente con el joven muchacho.

-Creo que la certeza está dada por los sentimientos, los que percibimos a través del sentir y por nuestra experiencia. Eso es lo que determina la realidad. ¡Lo tangible! –Se defendió el discípulo.

-Cuán equivocado estás, hijo mío. No se siente de la misma forma una roca al mirarla, que al tocar las con las manos o al recibirla con la cabeza. ¡Las cosas cambian, y pueden superar la materia, pero siguen siendo reales a pesar de no ser evidentes! –Respondió indignado el anciano.

-No estoy de acuerdo maestro. Para mi, lo evidente está aquí, y es lo que podemos percibir. Y para demostrárselo, lo reto a un desafío… Le propongo escalar la montaña en el momento cuando se esconda el sol, para que lleguemos al otro lado de la montaña, comprobando de esta manera que perdemos nuestro tiempo al pensar que después de la montaña hay mucho por descubrir. ¡No es así!, ¡No olvidemos ni descuidemos nuestra realidad por querer ser eternos! –Dijo en tono agresivo el discípulo.

-Acepto el desafío, temerario joven. Solo espero que puedas superar a este humilde anciano. –Dijo el profeta, de forma serena.

Ninguno de los dos esperaba lo que estaba a punto de suceder. Para bien o para mal, con cada atardecer, siempre hay algo que cambia en el mundo, y que jamás volverá a ser igual.

Llegó el atardecer. Llega el viejo profeta de aspecto simple y sereno, y a su vez, el joven aprendiz, de forma impetuosa y muy curiosa, observando su entorno. Se miran fijamente, y comienzan a escalar. El camino era muy complicado. Había mucha maleza, rocas, y escombros, que les dificultaban el camino. Aun así, el profeta no perdía la calma, ni tampoco su discípulo perdía su atrevimiento, su osadía, ni su ímpetu. A pesar de lo dificultoso que resultaba ser, lograron llegar arriba, a la cúspide de la montaña, después de eternos minutos de caminar, escalar y subir.

-Aquí está bien. Hemos llegado, hijito mío. –Dijo el anciano.

-Bueno, es la hora de saber la verdad de la existencia humana. –Respondió con arrogancia el joven.

-El sol se está escondiendo, pero en la montaña de más allá. Si quieres ir en búsqueda de su luz, debes consultar tu interior, porque el camino físico para conseguirlo es tan interminable y lleno de límites como la existencia humana, limitada por uno mismo y por otras montañas. –Explicaba el profeta a su aprendiz.

-Solo por el camino empírico puedo descubrir la realidad. –Respondió orgullosamente el discípulo.

-Escupe al cielo y te caerá en los ojos, amado aprendiz. –Dijo el maestro, al apuntar al sol, que seguía tratando de esconderse más allá de la montaña.

En eso, la luz del sol aumentó. Y el joven discípulo perdió la vista de manera repentina, por la intensidad de la luz.

-Ahora, entenderás que la luz vive en ti. –Dijo compasivamente el profeta.

-¡No puedo aceptarlo! –Gritó el joven.

-Descubre lo esencial de la vida. La realidad sigue existiendo. Más allá de los sentidos hay otros sentimientos, esa es la luz de tu eternidad. Pero tu cuerpo es la montaña. ¡Se libre hijo mío, encuentra tu luz!, ¡Deja que tu espíritu amanezca!, ¡Y que el sol que hay dentro de ti ilumine al mundo! –Replicó enérgicamente el anciano maestro, mientras ponía la palma de su mano derecha sobre la espalda del joven, empujándolo al vació.

Se sintió un grito seco. Y cuando sonó su cuerpo al reventar en tierra firme, la noche cubrió de sombras todo el lugar… El sol había pasado a la historia. El viejo se quedó ahí, reflexionando de manera pacífica. Su cuerpo irradiaba paz a todo su entorno.

Cuando al otro día amaneció, el alma del discípulo conjugada con el sol irradió vida a todos los lugares del orbe. Como tantos otros, comprobó, al dar su vida, la eternidad del ser, la trascendencia humana mas allá de lo que se entiende por realidad. El hombre eterno es el que irradia vida, a pesar de que viva eternamente, o deje morir la materialidad.

El viejo bajó de la montaña, contento al saber que una persona en este mundo ha podido entender su palabra, y unirse con el infinito, irradiando vida y esperanza a todos los seres del universo.

-El tiempo y el espacio siguen siendo los espejismos que llamamos realidad. –Dijo el viejo profeta, esperando que este final quede abierto.