(Dedicado a Benazir Bhutto)
En el Triste desierto árabe, caminaba sin rumbo fijo una pitonisa, se acerco a un comerciante de nombre Mohamed, para pedir un poco de agua para poder beber. El viejo comerciante, sacó de la joroba del camello una jarra cilíndrica, la destapo. Solo había polvo y aceite, mas el vapor, que salió del recipiente. El agua fue gas.
La pobre mujer le pidió al comerciante que la llevara al pueblo mas cercano. El comerciante, solo sonrió. Y en su camello la subió.
Arruinada estaba la mujer. Arruinada y deprimida, caía ese cielo sobre su cabeza cubierta, despeinando su pelo que se asomaba desde un rincón del pañuelo que escondía su joven rostro. Solo se notaba su mirada melancólica, pensando en todas esas cosas que algún día deseo que fueran verdad y nunca lo fueron. Pensaba, en todas las predicción que hizo hacia el futuro, que fueron positivas, para mucha gente, pero como todo tiene un precio, hoy esa gente arde en llamas y sus cenizas se las lleva el desierto, para seguir siendo polvo.
El trayecto hacia la ciudad fue insípido. La arena rubia entraba en los ojos de los 2 viajeros, y hacia que el dolor se transformara en sangre, y encegueciera sus vistas, y que entraran en pavor, y lloraran. Pero no lloraban porque la arena penetraba en sus ojos y causaba ardor. Lloraban al ver esos dragones de acero devastando el desierto, y matando a los hermanos de fe, que luchaban con lo que era justo y necesario contra la cristiandad moderna, luchaban solo con el honor y la gloria que les proporcionaba su fé. Esa fé profunda y fuerte, que sentían los invadidos cada vez que la cristiandad occidental arrasaba sus riquezas, sus pueblos y sus vidas. Esa fe que los hacia pensar que algún día Alá los recibiría en el cielo, rodeados de un coro de Ángeles y de mujeres vírgenes esperándolos en el cielo. Eso los motivaba, más que una fe, es el amor a las arenas rubias, y a la aridez de esa tierra triste y oprimida por el brazo de Alá. Pero hoy, Alá los defiende, Alá se los llevará al paraíso, y vivirán felices. Por ello combaten a los que se dicen cristianos. Y sus cadáveres, aplastados por los tanques, son sepultados por la arena triste, y el sol calcina sus cuerpos, pero arrebata sus almas y las lleva al cielo.
Triste escena de muerte y desolación. El invasor sigue ganando, y robando, y explotando esa arena triste y hermosa. La pitonisa abraza la joroba del camello, cierra los ojos. Mientras el comerciante sigue su rumbo, con esa mirada dura, con esa mirada fría, con esa mirada triste. La joven pitonisa, hace una premonición. Ve como cae la muerte en el transcurso del camino, ve como los aviones bombardean el desierto, con ira, con furia. Ve detonar el poder del fuego, y hundir la Arabia que glorifico el profeta.
Pero Mohamed, siguió su rumbo, haciendo oídos sordos a las palabras burdas de la mujer. Caía así la noche, sobre el triste desierto de la mitad del mundo. Se oían, estruendosos gritos de cólera. Se aproximaban a la ciudad.
Entraron. Era una ciudad desolada, llena de cristianos por todas partes. El polvo y la arena tapaban la vista de los cuerpos ensangrentados. El humo no dejaba respirar el aroma a muerte que había en el lugar. Casas desmoronadas, hombres descuartizados, hambre, lujuria, tristeza total.
La mujer bajó del camello. Le dijo a Mohamed que hasta aquí llegaría. Y caminando desapareció, entre los humos y los cuerpos.
El anciano siguió adelante. Avanzo por el desierto, no se detuvo. Vio en el transcurso de lo que quedaba de su vida miles de cuerpos, vio como las fuerzas cristianas enterraban y calcinaban los cuerpos muertos de las tribus del Dios del Sol. Vio niños llorando a sus padres, padres llorando a sus hijos. Y también vio a la gente que ya no había quien los llorara. Vio el hambre, el sufrimiento, la manía americana y europea de saborear los exquisitos cadáveres de las musulmanas muertas que yacían en el camino. Aberrante hecho, para explicar como un cristiano puede cometer esos actos viles. Pero los terroristas son los árabes, a ellos hay que castigarlos en el nombre del Señor. Pero no hay fe mayor que la fe que sienten los que se dicen cristianos por el dinero. El aroma verde de los dólares manchados con tinta color vino. El mismo vino que es la sangre de Jesucristo.
Mohamed decidió internarse en el desierto, y vagar por el laberinto sin paredes, muros, ni salida, como tan bien Borges lo narró. Mohamed, no murió, la Pitonisa tampoco. Pero como en el cuento aquel (los dos reyes y los dos laberintos) que culminó con el magnifico final, con esa frase que marco la historia de los sin historia: ´´ La gloria sea con aquel que no muere`` para demostrar la grandeza de los inmortales, hoy, busco dar en testimonio, que Arabia nunca caerá, pero la gloria no será con ellos, mientras en su propio laberinto sigan siendo asediados por las fuerzas de los que se dicen hombres de bien. Y, si lo piensan mas a fondo, mientras Mohamed tenga que vagar, y la Pitonisa seguir caminando entre humos y cuerpos, los inmortales jamás tendrán gloria. O, tal vez, sea necesario que el árabe muera, para que Alá los glorifique. La gloria sea con quien muere con fe.
En el Triste desierto árabe, caminaba sin rumbo fijo una pitonisa, se acerco a un comerciante de nombre Mohamed, para pedir un poco de agua para poder beber. El viejo comerciante, sacó de la joroba del camello una jarra cilíndrica, la destapo. Solo había polvo y aceite, mas el vapor, que salió del recipiente. El agua fue gas.
La pobre mujer le pidió al comerciante que la llevara al pueblo mas cercano. El comerciante, solo sonrió. Y en su camello la subió.
Arruinada estaba la mujer. Arruinada y deprimida, caía ese cielo sobre su cabeza cubierta, despeinando su pelo que se asomaba desde un rincón del pañuelo que escondía su joven rostro. Solo se notaba su mirada melancólica, pensando en todas esas cosas que algún día deseo que fueran verdad y nunca lo fueron. Pensaba, en todas las predicción que hizo hacia el futuro, que fueron positivas, para mucha gente, pero como todo tiene un precio, hoy esa gente arde en llamas y sus cenizas se las lleva el desierto, para seguir siendo polvo.
El trayecto hacia la ciudad fue insípido. La arena rubia entraba en los ojos de los 2 viajeros, y hacia que el dolor se transformara en sangre, y encegueciera sus vistas, y que entraran en pavor, y lloraran. Pero no lloraban porque la arena penetraba en sus ojos y causaba ardor. Lloraban al ver esos dragones de acero devastando el desierto, y matando a los hermanos de fe, que luchaban con lo que era justo y necesario contra la cristiandad moderna, luchaban solo con el honor y la gloria que les proporcionaba su fé. Esa fé profunda y fuerte, que sentían los invadidos cada vez que la cristiandad occidental arrasaba sus riquezas, sus pueblos y sus vidas. Esa fe que los hacia pensar que algún día Alá los recibiría en el cielo, rodeados de un coro de Ángeles y de mujeres vírgenes esperándolos en el cielo. Eso los motivaba, más que una fe, es el amor a las arenas rubias, y a la aridez de esa tierra triste y oprimida por el brazo de Alá. Pero hoy, Alá los defiende, Alá se los llevará al paraíso, y vivirán felices. Por ello combaten a los que se dicen cristianos. Y sus cadáveres, aplastados por los tanques, son sepultados por la arena triste, y el sol calcina sus cuerpos, pero arrebata sus almas y las lleva al cielo.
Triste escena de muerte y desolación. El invasor sigue ganando, y robando, y explotando esa arena triste y hermosa. La pitonisa abraza la joroba del camello, cierra los ojos. Mientras el comerciante sigue su rumbo, con esa mirada dura, con esa mirada fría, con esa mirada triste. La joven pitonisa, hace una premonición. Ve como cae la muerte en el transcurso del camino, ve como los aviones bombardean el desierto, con ira, con furia. Ve detonar el poder del fuego, y hundir la Arabia que glorifico el profeta.
Pero Mohamed, siguió su rumbo, haciendo oídos sordos a las palabras burdas de la mujer. Caía así la noche, sobre el triste desierto de la mitad del mundo. Se oían, estruendosos gritos de cólera. Se aproximaban a la ciudad.
Entraron. Era una ciudad desolada, llena de cristianos por todas partes. El polvo y la arena tapaban la vista de los cuerpos ensangrentados. El humo no dejaba respirar el aroma a muerte que había en el lugar. Casas desmoronadas, hombres descuartizados, hambre, lujuria, tristeza total.
La mujer bajó del camello. Le dijo a Mohamed que hasta aquí llegaría. Y caminando desapareció, entre los humos y los cuerpos.
El anciano siguió adelante. Avanzo por el desierto, no se detuvo. Vio en el transcurso de lo que quedaba de su vida miles de cuerpos, vio como las fuerzas cristianas enterraban y calcinaban los cuerpos muertos de las tribus del Dios del Sol. Vio niños llorando a sus padres, padres llorando a sus hijos. Y también vio a la gente que ya no había quien los llorara. Vio el hambre, el sufrimiento, la manía americana y europea de saborear los exquisitos cadáveres de las musulmanas muertas que yacían en el camino. Aberrante hecho, para explicar como un cristiano puede cometer esos actos viles. Pero los terroristas son los árabes, a ellos hay que castigarlos en el nombre del Señor. Pero no hay fe mayor que la fe que sienten los que se dicen cristianos por el dinero. El aroma verde de los dólares manchados con tinta color vino. El mismo vino que es la sangre de Jesucristo.
Mohamed decidió internarse en el desierto, y vagar por el laberinto sin paredes, muros, ni salida, como tan bien Borges lo narró. Mohamed, no murió, la Pitonisa tampoco. Pero como en el cuento aquel (los dos reyes y los dos laberintos) que culminó con el magnifico final, con esa frase que marco la historia de los sin historia: ´´ La gloria sea con aquel que no muere`` para demostrar la grandeza de los inmortales, hoy, busco dar en testimonio, que Arabia nunca caerá, pero la gloria no será con ellos, mientras en su propio laberinto sigan siendo asediados por las fuerzas de los que se dicen hombres de bien. Y, si lo piensan mas a fondo, mientras Mohamed tenga que vagar, y la Pitonisa seguir caminando entre humos y cuerpos, los inmortales jamás tendrán gloria. O, tal vez, sea necesario que el árabe muera, para que Alá los glorifique. La gloria sea con quien muere con fe.